Por Pablo Amster
El gran matemático francés Henri Poincaré afirmó que más que la lógica, es la estética la que domina la creatividad matemática. Así, entre las diversas demostraciones que puede tener un enunciado uno suele quedarse con aquella que es -por así decirlo- la más linda y fatal.
Y en estas épocas de pandemia, en las que al mundo parece faltarle un tornillo, la referencia implícita a Enrique Cadícamo es motivación suficiente para dar una demostración en clave tanguera de una de las más célebres identidades matemáticas, presente en el discurso filosófico desde los tiempos de Zenón de Elea.
¿Te acordás hermano, qué tiempos aquellos?

Esta es la historia de tres amigos que no han estado en contacto por muchos años, hasta que uno de ellos propone un encuentro:
Yo los espero en la esquina
de Suárez y Necochea.
Para celebrar el suceso, decide agasajarlos preparando una torta rectangular:

Pero (quizás por aquello de que tengo miedo del encuentro), los invitados se retrasan y el anfitrión comienza a preguntarse, con cierta angustia:
¿Dónde andarás, Pancho Alsina?/¿Dónde andarás, Balmaceda?
Cuando está a punto de concluir que hoy ninguno acude a mi cita, ya mi vida toma el desvío, llega por fin Balmaceda, poniendo la inevitable excusa del tránsito: es una caravana interminable…
Sin embargo, Pancho Alsina sigue sin aparecer. Pasan las horas y el minutero muele la pesadilla de su lento tictac, de modo que los dos amigos presentes deciden comer sus respectivas porciones de torta. A tal fin, proceden a cortarla en tres rectángulos iguales; uno para Alsina, otro para Balmaceda y el tercero para el anfitrión, que no es sino el mismísimo maestro Cadícamo:

B = C = 1/3
Tiempo después de haber engullido los pedazos B y C (y de haber limpiado cuidadosamente las migas del plato), se preguntan otra vez: ¿Dónde andarás, Pancho Alsina?
Entonces resuelven que, al fin y al cabo, el otro no tenía por qué saber cómo era el rectángulo original: tras intercambiar una rápida mirada cómplice, vuelven a partir el pedazo restante en tres partes iguales, dejando la última para ese tercer amigo que, lo más Pancho, sigue sin dar señales de vida.

B = C = 1/9
De esta forma, Balmaceda y Cadícamo han comido, cada uno, 1/3 + 1/9 de la torta, mientras que a Alsina le queda la pequeña porción indicada con la letra A, que es apenas 1/9 de la torta original. El resto es previsible: en la doliente sombra de su cuarto al esperar, B y C deciden comer otro pedazo, luego otro más y así sucesivamente.

B = C = 1/27

B = C = 1/81

… (migajas)
Se puede observar que, en el “compás de espera” correspondiente al paso N, la fracción de torta que queda para Alsina es 1 dividido por 3N, mientras que Balmaceda y Cadícamo han comido, cada uno, una fracción equivalente a

del total. Pero no nos detendremos aquí: supongamos ahora que los dos amigos no terminan de convencerse de que los de su amigo son pasos que quizás no volverán y continúan partiendo la torta infinitamente. La porción reservada a Alsina es cada vez más exigua y tiende a 0; al tomar el límite (si así lo permite Zenón) de estos infinitos pasos que no vuelven, el plato queda vacío. O, si se prefiere, podemos decir: Nada, nada queda de la torta inicial.
Pero, llegado este punto (una auténtica “situación límite”), ¿cuánto ha comido cada uno de los presentes? Es claro que el reparto fue siempre equitativo, de modo que tanto Balmaceda como Cadícamo han comido media torta cada uno. Esto muestra, entonces, que:

La idea puede repetirse si en vez de un trío se trata de un cuarteto, un quinteto o un conjunto de un número cualquiera de amigos, sea o no el más mentado que pudo haber caminado por esas calles del sur. Es lo mismo de antes, n – 1 de ellos esperan al demorado Alsina, quien termina quedándose literalmente sin el pan y sin la torta:

Cabe destacar el caso n = 1000001, se aplica a la situación particular del músico brasileño Roberto Carlos, aquel que quiere tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar. Sin embargo, esta es una aplicación meramente teórica: entre otras cosas, cuesta imaginar que los vecinos del porteño barrio de La Boca vayan a tolerar semejante batifondo en la esquina de Suárez y Necochea.
Nota (o, más bien, acorde) final: Asícomo muchos textos técnicos incluyen un índice temático o de los símbolos empleados, este artículo merecería incorporar un breve índice tanguero, para orientar al lector no especializado. Pero, más allá de las que aparecen en el resumen inicial –Los mareados (Juan C. Cobián y Cadícamo, 1942), Al mundo le falta un tornillo (José M. Aguilar y Cadícamo, 1932) y Tiempos viejos (Francisco Canaro y Manuel Romero, 1926)- las referencias no son tantas: casi todas corresponden al tango Tres amigos, con música y letra de Cadícamo (1944). La frase “tengo miedo del encuentro” es de Volver (C. Gardel y A. Lepera, 1935); la caravana interminable, el minutero que muele, así como la doliente sombra de mi cuarto al esperar, sus pasos que quizás no volverán pertenecen al tango Soledad (C. Gardel y A. Lepera, 1934). Y, finalmente, debemos mencionar la pequeña adaptación (una suerte de licencia matemático-tanguera) del magnífico tango Nada (J. Dames y H. Sanguinetti, 1944), cuyo estribillo comienza así: Nada, nada queda en tu casa natal, solo telarañas que teje el yuyal. El título del artículo, dicho sea de paso, remite al célebre texto de Raúl Scalabrini Ortiz que, en palabras del autor, compendia los sentimientos que he soñado y proferido durante muchos años en las redacciones, cafés y calles de Buenos Aires. La asociación no es más que casual aunque -curiosamente- el libro comienza citando otras obras del autor, entre las que confiesa la profesión de un opúsculo de matemáticas, editado en 1918.
¡Araca, Lacan! Breve epílogo para el lector psicoanalista: A los que transitan por esa “esquina rea” del psicoanálisis, muchos de los conceptos mencionados en el presente artículo le resultarán familiares: sin ir muy lejos, la propia noción de serie. Aunque, en rigor, se trata justamente de ir lejos; quizás incluso infinitamente lejos: una serie, mal entendida como “suma infinita”, en realidad es un límite. ¿Y qué es un límite? Lacan ensaya varias definiciones: la más célebre, sin duda, es la que introduce en la primera clase del Seminario 20, cuando habla precisamente de la aporía de Aquiles y la tortuga. Aquiles, dice Lacan, solo la alcanza en la infinitud. Y la manera de describir esta pertinaz carrera es mediante una serie: la sumatoria de los infinitos trayectos que debe recorrer el valeroso Aquiles para dar cuenta por fin del escurridizo quelonio. Si suponemos que la relación entre la velocidad de Aquiles y la de la tortuga es siempre la misma, entonces la serie es geométrica. Borges propone, a modo de ejemplo, que Aquiles Piesligeros marcha diez veces más rápido que la tortuga y la distancia inicial es (merced a un pequeño anacronismo) de diez metros: Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da diez metros de ventaja. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro…
A partir de allí, el camino que queda por transitar al guerrero equivale al anterior reparto de la torta, con n = 10:
1/10 + 1/100 + 1/1000 + …
Cuando Lacan habla de lo infinitesimal se refiere, precisamente a aquellas “migajas” (por no decir el resto) que le falta recorrer a Aquiles en cada una de las sucesivas etapas. La tortuga es vista por Lacan, entonces, como esas cosas que nunca se alcanzan. Y, desde ya, tanto esta versión de la aporía de Zenón como cualquiera de las otras permite dar cuenta de “este intervalo entre cero y uno” del Seminario 12, que no sin mucho esfuerzo se constituyó, muchos siglos más tarde, como un continuo.
Pero en los seminarios de Lacan hay muchas más referencias a la serie geométrica, o sus parientes cercanos: una muy específica, de gran relevancia, es la que introduce en el Seminario 16 a partir del número de oro φ. En realidad, Lacan emplea allí otra cantidad que denota -no casualmente- mediante la letra a, cuyo valor es φ – 1 pero que, por las notables propiedades de la proporción áurea, vale también 1/φ. A partir de allí se engarza una auténtica maraña de fórmulas e identidades algebraicas que, en definitiva, conducen a Roma; vale decir, las series. Pero con la anterior demostración tanguera en mente podemos, en vez de enredarnos en complicados cálculos, aplicar el mismo método: a falta de álgebra, buenas son las tortas. Solo que en este caso debemos ser muy cuidadosos y seguir la receta al pie de la letra, a fin de lograr un rectángulo áureo. A partir de allí, podemos ir engullendo sucesivos cuadrados como se ve en la figura (los expertos recomiendan, para mayor éxito, que sea una torta de brownie). El lector puede verificar, entre bocado y bocado, que las sucesivas porciones tienen las dimensiones que se indican en el dibujo:

En consecuencia, la suma de las superficies de todos los cuadrados es igual al total de la torta, cuya superficie (base x altura) es 1 + a:
1 + a2 + a4 + a6 + … = 1 + a.
En otras palabras,
a2 + a4 + a6 + … = a
que es una de las fórmulas mencionadas por Lacan en su seminario. Queda para divertimento (acaso estético) del lector intentar obtener algunas de las restantes.
Referencias:
J. L. Borges, La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga. En Discusión (1932).
J. Lacan, Seminarios 12, 16, 20.
J. Scalabrini Ortiz, El hombre que está solo y espera (1933).
*Adaptado de Del cero al infinito. Un recorrido por el universo matemático (Fondo de Cultura Económica, 2019)
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