Cómo referirnos a la traducción partiendo de que la traducción de la que se habla en el documental se refiere a la actividad literaria mientras que nuestro quehacer no implica este modo de traducción. No, en principio, porque lo escrito y lo hablado se corresponden con dos sintaxis distintas o dos lenguajes diversos, cuya transposición pasa por una transliteración. De manera que en esta nota opera una traducción o más precisamente una transliteración en acto, ya que se procura trasponer la acción de traducir como práctica literaria de un texto a uno de los quehaceres del analista y la palabra hablada. La transliteración será doble: de una práctica a otra y de la consideración de lo escrito a la de lo hablado.
Uno de las cuestiones que se presentan en la traducción como actividad literaria es la cuestión del tono. Cuestión a la que me limito.
Los hablantes de la lengua española no solemos tener en cuenta qué es y qué implica el tono en la significación; no como los hablantes de lenguas tonales. En estas lenguas el tono de una sílaba provee una distinción semántica. En la lengua vietnamita el contorno del tono hace a la significación. Ma puede decir madre, cáñamo, caballo, insultar, arroz o fantasma, de acuerdo al contorno del tono con el que se lo pronuncie. Mientras que en español el tono sólo tiene un valor consensuado en la significación en la pregunta. Así distinguimos si lo que se dice es una afirmación o una pregunta. Pero, aunque el tono no forme parte establecida de la distinción semántica también hacemos uso del tono para significar. Se dicen cosas distintas de acuerdo a la cuerda que resulte tocada a través del diapasón vocal. La musicalidad del lenguaje da cuenta del empalme entre cierto aspecto del sonido y la significación. No me refiero al tono afectivo de quien habla o al aspecto del tono que puede hacerse signo de un diagnóstico para determinadas disciplinas, ni al tono de una geografía, tampoco al tono singular de cada quien, me refiero al tono que en teatro llaman intensión. Stanislavski, para formar a sus actores, les hacía decir una misma frase unas veinte veces hasta que en cada una se escucharan significaciones diversas. Este aspecto del tono dice, es significante. Tanto dice que también dice que quien habla pero no dice puede no encontrar el tono o sonar infatuado. De ahí que este dramaturgo argumente que el perfeccionamiento fonético no puede reducirse a la ejercitación mecánica del aparato vocal sino al vivir lo que se habla. De ahí que Lacan especifique el tono como lo real del discurso o afirme que la verdad despierta o adormece depende del tono con que sea dicha.
En la forclusión se reprime también el afecto y este afecto retorna como voz. Lo mútico de la forclusión viene a sonorizarse a través de estas voces que retornan. El rechazo de la forclusión es proporcional al sonido de la furia del retorno. Lo que retorna no es la reverberación de lo que fue dicho, son voces que reproducen lo que adquirió la gramática de lo jamás dicho, al modo de un eco desprovisto de su precedente materialidad; sin más tiempo y lugar que lo actual y dislocado. Si el resonar es el tiempo y el lugar mismos, a diferencia de la voz, las voces del retorno de lo mútico golpean, aturden, suenan seco, aunque sean endopsíquicas. Lo jamás dicho de la forclusión se reproduce como abolición significante, también como un retorno ruidoso, indiscriminado, anónimo.
Toda alucinación es verbal. Si hablamos de un sujeto parlante la percepción del retorno de lo forcluído está consustancializada con un modo particular del lenguaje. Y como el lenguaje en el sujeto parlante está consustancializado, a su vez, con la voz, toda alucinación supone la voz por esta inherencia de la misma al lenguaje. Se alucina lenguaje y, si bien la voz no es el lenguaje, es consustancial al lenguaje por sus cualidades. Por estas cualidades la voz se anuda a la significación y un aspecto de la sonoridad interviene, como decía, en la significación misma. Pero en la psicosis, como la voz en la alucinación no anuda a la significación, es habitual que el tono signifique sólo imperativamente, tal vez más que por el tono mismo por su carácter de imposición. Tonos atonales, monotonales, en los que el aparato del lenguaje suena en su aparatosidad.
Este modo de retorno puede relacionarse con aquello que Freud llamó, en su trabajo sobre las afasias, residuos o remanentes de la lengua. Estos bocados de la lengua son los restos del idioma empobrecido del afásico, segmentos de determinadas conversaciones y declaraciones que tuvieron un papel decisivo en la vida de las personas antes de que se sumieran en la afasia, pero también pueden ser el contenido de una alucinación. El remanente es remanente a partir de que se ha producido una detención en el proceso gradual de escritura y reescritura, por lo que los múltiples reordenamientos y retrascripciones —por los que los signos darían testimonio de las percepciones, se consignarían, revisarían y reproducirían en el curso de al menos tres transcripciones diferenciadas— no se suceden, produciendo como resultado anacronismos. Es decir, una temporalidad y una espacialidad que no tienen lugar. Las letras del anacronismo no son reordenadas y retranscriptas, marcando un límite en el proceso de reescritura, lo que las vuelve inalterables e intraducibles o lo que es lo mismo: texto inolvidable y testamento de un particular modo del lenguaje.
Si la forclusión no recae sobre el borramiento de la huella o la huella del recuerdo que se borra con el recuerdo mismo, sino que supone un doble borramiento de la huella consiguiente a su doble negación —lo que implica lo irrepresentable de la ausencia del recuerdo de la huella de recuerdo y, entonces, lo irrepresentable de la ausencia— podríamos decir que, en tanto uno de los remanentes del lenguaje, el retorno de lo forcluído es una forma agravada de recuerdo, un no poder olvidar, una especie de recurrencia perpetua siempre actual a expensas de otros modos de reescritura y, entonces, de tonalidad. La actualidad de lo no habido no admite traducción. Las frases que se oyen son autosuficientes y de inmediata inteligibilidad para quien las percibe, no necesitan de comentarios y carecen de modulaciones.
San Agustín decía: “las cosas sin alma que emiten una voz, sea flauta o cítara, en el caso de que no introdujeran la distinción en sus notas, ¿cómo sabremos lo que tocan? Supongamos que la trompeta emite una voz indistinta, ¿quién se preparará para el combate?” Agrego: ¿quién se preparara para otra cosa que para el combate o para la persecución si el único tono que suena es el de la imposición?
Un analizante dice: ¿Entendes lo que significa que alguien te hable y no le importe si escuchas? Soy un aparato de transmisión. Soy una radio portátil. Me insultan: pajarona. Oye voces, pero no las escucha.
En la psicosis o en el caso de cualquier modo de obstáculo a la reescritura, el analista propicia escuchar una diferencia respecto de la imposición. Se ajusta al lugar desde dónde escuchar y también ajusta el tono para que el analizante escuche con otras modulaciones posibles lo que oye. De la tonalidad a la modulación hay un deslizamiento que sustrae poder a la monarquía de la imposición. En este sentido, la función del analista en la transferencia sería la de encontrarle a la onda portadora carente de matices una modulación o una tonalidad que subjetive la furia del retorno. Una que de pajarona a pajarona haga del sujeto inmanente a la alucinación otra cosa que objeto de lo que oye o aparato de transmisión portátil.

Notas
* Modulación tomada de Marisa Plastina. A.P. de la EFA.