Sin ser traductora profesional, mi trabajo como actriz me ha conducido numerosas veces a la necesidad de traducir textos para la escena. Mi tarea comenzó cuando al recibir ciertas traducciones para actuar, notaba que estas traducciones, aunque tal vez correctas en cuanto al sentido, conspiraban contra la actuación, la volvían inmediatamente dura, artificiosa, sin vida. Mis primeras traducciones surgieron, entonces, a partir de mis necesidades actorales. Y, por supuesto, por mi conocimiento de algunos idiomas, pero sobre todo por mi conocimiento de la relación entre el actor y la palabra: esto es, lo que se puede poner en la boca, lo que como texto se puede ligar a un cuerpo, lo que un cuerpo puede encarnar. O sea, por mi condición de actriz, es decir, de persona que lleva muchos años arriba del escenario experimentando las relaciones entre un cuerpo y un lenguaje.

En el teatro se suele realizar una nueva traducción para cada nueva puesta en escena. El traductor, salvo una clara decisión en contra, traduce con su lenguaje, que es el de su época. Y así, las traducciones –despojadas del rasgo particular del original- envejecen rápidamente.

Pero además, en el teatro, la traducción se concibe para una puesta en escena determinada, para un momento determinado y para un director determinado, que tiene una visión de qué quiere generar con el espectáculo en su conjunto, y por lo tanto con su lenguaje (me refiero a: distancia o cercanía, cotidianidad o extrañeza, un registro poético o no, un sentido contemporáneo o una sensación algo arcaica). A veces estas decisiones coinciden con las del autor original, y a veces el director desea superponer ciertos procedimientos al material original, de acuerdo a un criterio más general de lo que se propone con el espectáculo. Todas estas decisiones van a incidir en el tipo de traducción que resulte la más adecuada.

En mi experiencia, fueron pocas las veces que tuve que traducir textos naturalistas o cotidianos. Estos no ofrecen mayores dificultades, basta con encontrar la equivalencia más fluida para nuestro idioma; lo que reconocemos como el habla de nuestro lugar, eliminando las construcciones que arrastran hábitos del idioma de origen, y que perturbarían el sentido coloquial que la obra busca.

El trabajo se vuelve más complejo cuando se trata de traducir textos que tienen un tratamiento especial del lenguaje, textos teatrales poéticos o directamente en verso. Acá se abre un sinnúmero de nuevos problemas y de decisiones a tomar. Aceptando, por supuesto, que la única sabiduría consiste en elegir con buen tino qué sacrificar.

Para ejemplificar, me tocó traducir “Bajo el Bosque de Leche”, un texto muy poético de Dylan Thomas, que se estrenó en el Teatro San Martín, donde la musicalidad de las palabras, los ritmos, los juegos sonoros, juegan un papel muy importante tanto en el clima y el tono general,  como en el sentido profundo del texto. El primer problema deriva de que el inglés es una lengua muy sintética, liviana, con muchos monosílabos, que permite una rápida musicalidad y muchos juegos rítmicos, Nuestra lengua carece de esa flexibilidad. Las palabras en castellano son largas, con muchas vocales, de modo que los efectos rítmicos pueden resultar pesados o demasiado previsibles. El desafío era cómo conservar en nuestro idioma la musicalidad, la liviandad de esos textos y su carácter lúdico. El trabajo fue, entonces, intentar recrear el tipo de operaciones y procedimientos en juego, así como atender al tipo de efecto que se quería provocar. Oír la intención. Henri Meschonnic ha dicho que al traducir poesía “más que lo que dice un texto es lo que hace lo que hay que traducir.” “Se trata de hacer en la lengua de llegada, con sus medios propios, lo que el texto le hace a su lengua”.

En otras ocasiones debí traducir textos que fueron escritos en otros siglos. Por ejemplo Hamlet. En principio, si de oír la intención se trata, diremos que Shakespeare no tenía ninguna intención de sonar arcaico. De manera que –para ser fieles- el lenguaje no debiera sonar envejecido, y el tratamiento poético –aun en su artificio- debería tener una resonancia que nos interpele hoy.

Un problema recurrente en el teatro es si traducir los clásicos en “tú” o en “vos”. Yo soy partidaria de traducir en vos, puesto que es nuestro idioma, y un actor argentino hablando de tú siempre suena artificial, impostado; salvo que sea un clásico español, en cuyo caso toda la cadencia es coherente con ese uso. Pero también es cierto que en Shakespeare y en la tragedia griega, a veces el uso del vos suena chocante. Un actor argentino representando Hamlet que diga “Andate a un convento” cuesta digerirlo. Pero también es un problema para un actor argentino decir “Vete a un convento”. En mis traducciones de los clásicos, me dediqué a buscar formas de conjugación que no discriminen entre el tú y el vos, usando diversos procedimientos e intentando variarlos para que se vuelvan invisibles y resulten naturales.

El clásico es tal porque sigue siendo activo, nos sigue hablando hoy, pero el desafío es hacer que se pueda escuchar, esto es encontrar un equivalente en el tratamiento del lenguaje que pueda ser dicho hoy y acá para que lo pueda escuchar, captar y apreciar un espectador argentino contemporáneo. Así, traducir para la escena conlleva un compromiso con el tiempo presente, la necesidad de hacerse cargo de cómo dialoga ese lenguaje con el público de aquí y ahora, y cómo resuena en la actualidad. Si, como ha dicho Franz Rosenzweig, “traducir es servir a dos amos”, en este tipo de desafíos esos dos patrones extreman su tensión.

Pero además del lenguaje de partida y el lenguaje de llegada, el traductor debe tener en cuenta las necesidades de la escena. En primer lugar la concepción de un director que ubica ese elemento –el lenguaje- en un contexto mayor -el espectáculo- que lo condiciona y redefine.

Y en segundo lugar, se debe asumir que es a través del actor que ese lenguaje llegará a destino. La escena presupone la oralidad: un cuerpo, una voz. Se traduce para un actor que va a decir el texto, que va a ponerlo en su boca, o sea lo va a ligar a su cuerpo. Y en ese pasaje del papel a la carne, la resonancia de las palabras, el ritmo, la musicalidad, y todo el tratamiento del lenguaje, va a afectar la sensibilidad del actor, su fluidez, su capacidad de emocionarse y emocionar y en definitiva la calidad de su actuación. 

Cuando se traduce para la escena, se traduce para una voz. Las palabras le dan forma a la voz, la “informan”. Pero la palabra dicha no significa solo por la palabra misma, sino también por el acento, el tono, el ritmo. La voz, que es revelación de una subjetividad, articula una relación entre el sonido y el sentido, modela la palabra, la trabaja, como si fuera un instrumento al que se hace sonar, vibrar, cantar.

Los actores, idealmente, desarrollamos una facultad de conexión íntima con la palabra, una escucha atenta y sutil a las resonancias y vibraciones que produce, permitiendo que la voz las recoja y las asuma. Se trata de habitar la palabra, ser caja de resonancia de su música y, entonces, ofrecerse para que la palabra sea más plena, para que diga más profundamente. La palabra dicha “antes que concepto es un acontecimiento que capta mi cuerpo” (M. Ponty)

Pero además, en la palabra dicha, en esa oralidad que es presencia, cuerpo, subjetividad, música, se inscribe lo no dicho, incluso lo indecible: aquello que, en un cuerpo que habla, no termina de cerrarse y queda abierto en la voz, y que remite a ese fondo oscuro contra el que se erige la claridad del lenguaje. Allí baila el actor con la palabra, asumiendo  el hermoso desafío de revelar el sentido y al mismo tiempo custodiar el enigma.

Ingrid Pelicori es actriz y traductora.