Los traductores, que asumimos pasar de una lengua a otra, lo planteamos como un ida y vuelta, de una lengua a otra o de otra a una, conscientes de que el desafío consiste en manejar las reglas de juego de cada una de ellas cuidándonos de no decir lo propio, sino lo que dijo el autor. Sin duda las razones por las cuales traducimos de cierta lengua a otra cierta lengua no son casuales, pero bien sabemos que verter de una lengua a otra dista mucho de ser mecánica simple. Sabemos que no es cuestión de sustituir palabras de una lengua por palabras de otra. Las lenguas son construcciones estructurales profundas, y si al leer lo traducido se percibe la lengua original, la traducción no es buena. A veces preferimos renunciar a una palabra para no arrastrar una red de asociaciones ajena, a veces compensamos en otra frase lo que nos faltó en alguna anterior. Conscientes de que fonemas, morfemas y semantemas tienen en las distintas lenguas diversas formas de conducirse para producir significados, estamos atentos a “qué hace y cómo lo hace” cada una. Pero no nos vemos ante la necesidad de dejar a una de lado para que la otra nos permita expresarnos, comunicarnos y crear. En todo caso lo nuestro no es más que una disociación operativa.

Al disponerme a describir el hebreo tras ver el documental de Nurith Aviv, no puedo menos que recordar a Ludwig Wittgenstein advirtiéndonos que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.

A lo largo del documental, comprobamos que en la realidad vital no precisamente profesional, la índole de las razones por las cuales elegimos o se nos impone pasar de una lengua a otra es tan vasta como el espectro humano y sus circunstancias.

Trato de evocar las impresiones de los recién llegados al hebreo deseosos de obtener un grado de literalidad que les permita desenvolverse socialmente con comodidad, y me pregunto:

¿Cómo es el hebreo para con sus recién llegados?

Difícil, diría un espectador y repiten a coro los inmigrantes en una de las canciones populares a las que acceden cuando ya pueden observarse con cierta dosis de humor. Aparentemente, y dado que el hebreo se escribe de derecha a izquierda, la lateralidad parece insalvable, como para un diestro suponerse impedido de usar su mano derecha o para un zurdo – la izquierda. Un laberinto.

Apasionante, diría quien descubre su orden interno, que lo hace parecer tan obvio y democrático: bastaría con obtener las claves de sus patrones principales para no perderse en dicho laberinto.

Elitista, diría quien observara su escritura, que consigna sólo consonantes y sólo alguien muy versado puede vocalizar con precisión. Hasta el punto de que consignarlas correctamente por escrito se ha constituido en un oficio pago.

Imposible, diría quien se topa con quien a cada palabra la completa con uno o más versículos o colocaciones, que aparecen como su medio natural al que uno nunca podrá abarcar desde el aquí y ahora.

En fin, casi como cualquier idioma que uno desconoce.

Casi todos los entrevistados por Nurith Aviv reconocen que en el proceso de pasaje de una lengua a otra fue necesaria una negación, más o menos temporaria, más o menos drástica, más o menos deliberada de la lengua en que nacieron, ya sea “porque nos la impusieron y no imaginaron que nos la apropiaríamos, porque ella es de aquí”; o “porque el ruso amenazaba mi posibilidad de escribir en hebreo”, o porque “temía que se me colaran al hebreo el alemán, el yidish, el ruteno y el rumano”, o porque “quería ser como todos los hebreo parlantes borrando las diferencias”.

Cada uno de ellos describe su adquisición del hebreo como lo ha vivido. Obviamente, sus impresiones hablan más de ellos que del hebreo, así como el alemán puede ser el genial remedo chaplinesco en El Gran Dictador, y también la Sissi de Romy Schneider; o el húngaro puede impresionar como distante y ajeno sólo por su acentuación casi siempre grave, o “el más tierno de los idiomas, porque dentro suyo me desplomo en mi angustia”.

El hebreo ha sido agente de cohesión social en el proceso de constitución del Estado de Israel y es hoy el idioma de una mayoría nacida y/o alfabetizada en él, así como de muchos inmigrantes que no tardan en dominarlo para la comunicación diaria. La alfabetización para todos es norma estatal y mandato tradicional. Si bien no todos los inmigrantes adultos llegan hoy a leer el diario ni a disfrutar de una obra de teatro, muchos jóvenes acceden a estudios superiores.

El hebreo bíblico era bastante diferente. Sobre todo sintácticamente, dado que es del orden del VSO (verbo-sujeto-objeto) y el de hoy es SVO, como los idiomas que más se conocen. Pero hoy como entonces, y como en todos los idiomas semitas, la raíz juega un rol primordial y esa es la clave estructural más característica: tres consonantes son las portadoras del significado esencial y la vocalización es la encargada de introducir las variaciones, que responden a patrones organizativos observables: unos serán sustantivos, otros serán verbos; unos serán moldeados como sustantivos agrupables semánticamente en determinado campo, mientras que con otra vocalización, serán de otro campo; así también los verbos, que con determinada vocalización denotarán actividad o pasividad, estados o acciones, modos, tiempos o aspectos. De la misma raíz derivarán las formas atributivas del sustantivo y de los verbos y el mismo mecanismo convertirá en verbo una conjunción y hasta una frase. Los calcos, y las nuevas incorporaciones adoptan dichos patrones y cobran sentido previsible.

De modo que bastará con identificar la raíz y el patrón. Pero, claro, para eso hace falta tiempo. Tiempo para ver a esos fundamentos comportarse en diferentes entornos. Y cuantas más raíces y patrones identifiquemos, más se incrementará nuestra capacidad de “adivinar” dentro del idioma, que es uno de los indicadores del dominio de cualquier idioma.

Pero, además, eso otorga también la prerrogativa de combinar y hasta inventar dentro del mismo idioma, y donde empieza la creatividad ya nos embarga el sentimiento de pertenencia y poco importa si los eruditos lo asocian con uno u otro versículo, porque el uso creativo, y no sólo docto, brinda la sensación de apropiación necesaria para sentirse “como en casa”. El vasto bagaje cultural que sustenta el idioma puede funcionar de límite, o de desafío. Dada su antigua data, su carácter y su trayectoria, el hebreo abunda en colocaciones fraseológicas, restando inocencia o sumando sofisticación.

Sin embargo, bajo toda formulación hebrea hay una frase nominativa, nombre predica nombre. Como dicen los sorprendidos aprendices con sustrato latino o anglosajón: sin verbo. Ni siquiera ser/estar. Y repito: no es que a la frase nominativa le falta algo, sino que es ella la que subyace a todas. Existe por derecho propio. Y suele costar admitirlo.

Volviendo entonces a la relativa dificultad en el pasaje de una lengua a otra, obviamente, no es lo mismo pasar de una lengua semita a otra semita, que pasar de una eslava a una semita o de una semita a una latina. La familia condiciona también en ese aspecto.

Para quien ha nacido en hebreo, la cantidad de modos verbales de un idioma latino resulta apabullante. Para quien ha nacido en amariña, idioma semita de amplia difusión en Etiopía, la morfología del hebreo no es una novedad, pero sí su sintaxis, dado que es uno de los pocos idiomas que pospone el verbo a todo otro componente de la frase (OSV). Y eso condiciona de modo muy evidente la comunicación. Nadie interrumpe a otro en la mitad de una frase. Sin embargo no sería tan complicado como pasar de un idioma nominativo-acusativo, como la mayoría de los que conocemos, a uno ergativo y viceversa.

Hurgando en las dificultades de pasaje entre las lenguas que nos ocupan, la mayoría formula sus posesiones a partir del sujeto que posee: Yo tengo un libro; ella tiene un film. En cambio el hebreo parte de la existencia de la cosa, idea o persona que luego se adjudica a alguien como accidente pasajero: “Hay para mí un libro”. “Hay para ella un film”. Obviamente, eso lleva también a una consecuente diferencia en la filosofía del lenguaje.

Otro rasgo distintivo puede ser formulado como que en hebreo no hay presente sino en función del pasado y del futuro. ¿Por qué? Porque el presente no tiene morfología propia sino compartida con la forma sustantiva. Pero la morfología no es todo, así como el ruso carece de artículo determinante morfológico y determina anafóricamente a nivel de discurso, y tantas otras características propias de cada uno de los idiomas aunque formen parte de la misma familia, y más aún en caso de que no sea así, y ni qué hablar de aquellos idiomas “de familia desconocida”, como el húngaro y el vasco.  Hay lingüistas que insisten en desestimar en hebreo la distinción entre sustantivo y adjetivo. Indiscutiblemente, el artículo determinante es uno para todo sin distinción de género y número; pero hay distinción de género y número no sólo para sustantivos comunes, adjetivos y verbos, sino incluso para las preposiciones y hasta para los adverbios. Y género para el número.

La sintaxis ofrece la posibilidad sintética y la analítica. Podríamos decir que la forma sintética está en desuso, ya que la que prima hoy es la analítica. Sin embargo, la sintética está más difundida en la función poética, y la analítica en la referencial, en la fática y en la emotiva. Es posible formular la misma frase “yo lo conocía” en una palabra, en dos o en tres.

Si volvemos al trabajo de Nurith Aviv en su trilogía, vemos que dio en llamar al primer paso, Misafá lesafá (2004), que significa De una lengua a otra lengua, pero también, de una orilla a otra orilla; al segundo lo denominó Leshón kodesh, sfat jol (2008), Lengua sagrada, idioma laico, que en francés se trocó en Lengua sagrada, lengua hablada, perdiendo la connotación religiosa y varias otras; y al tercero, Safá ajat udvarim ajadim (2011), Una lengua y muchas cosas/palabras, que es parte del primer versículo del capítulo 11 del Génesis referido a la Torre de Babel (hay quienes interpretan que el hecho de que todos hablaran la misma lengua resultaba tan engañoso, que Dios confundió las lenguas para que de ahí en más los humanos debiéramos esforzarnos para comprendernos de verdad) y que en francés se llamó, Traducir. Las traducciones de la Biblia tuvieron que elegir entre “cosas” y “palabras”, que en hebreo es el mismo vocablo, y optaron en general por “una misma lengua y unas mismas palabras”, de modo que no sorprende que en francés hayan obviado la complicación del título del film. 

Los lingüistas no decimos que una lengua es rica ni pobre, ni obviamente, mejor o peor. Todas son las mejores vías de expresión y comunicación de los individuos que viven su cultura y sus circunstancias. Hasta tenemos nuestras reservas cuando se compara la antigüedad de dos lenguas, dado que muchas lenguas tienen distintos estadios y el hecho de que se registre en cierto momento y lugar algún primer documento escrito suele inducir a error. Tampoco nos apresuramos a usar la metáfora de árbol para determinar cercanías o contacto histórico entre lenguas y preferimos la figura de las ondas producidas por una piedra arrojada al agua para conectar parientes aparentemente lejanos, que sin embargo presentan asombrosas semejanzas. Por lo menos en lo que atañe a las lenguas semitas. Baste decir que el acadio y el amariña presentan similar tratamiento verbal. Babilonia y Africa conjugan muy parecido.

El hebreo presenta varias capas históricas diferenciables, pero no siempre podemos asegurar que sean diferencias cronológicas. Probablemente hayan convivido en cierto momento cumpliendo funciones diferenciadas, por ejemplo, que el hebreo bíblico haya sido el escrito y el talmúdico, el hablado. Obviamente, los testimonios presentados por Nurith Aviv dan cuenta de diversidad de usos y de registros, desde la perspectiva del vínculo personal de cada uno de los entrevistados con la misma.