Todo aquel que haya atravesado la experiencia de aprender a hablar hebreo tiene que haber escuchado, alguna vez: ivrit safá kashá. La frase, que aparece también en el film Misafá lesafá (De una lengua a otra lengua), da simple cuenta de que se trata de una lengua difícil o, acaso más literalmente, una lengua dura.1 En efecto, quienes provenimos de otras lenguas nos encontramos de pronto ante un idioma que no se parece a nada que conozcamos: por así decirlo, un idioma sin asideros. Sin embargo, una vez superada cierta inevitable perplejidad inicial, descubrimos que en realidad este idioma sí posee un asidero; en rigor, el más firme asidero que cualquiera podría pretender: la lógica. En efecto, la antigua lengua de Canaán se apoya en una lógica que bien podríamos calificar de “primordial” y se encuentra en el origen de lo que fue, más tarde, el pensamiento griego: no hay que olvidar, entre otras cosas, que fue en aquella tierra y en aquella lógica donde surgió la escritura alfabética. Siglos después, el afán interpretativo de los textos sagrados derivó en el hecho de que las letras también se considerasen números y permitieran simbolizar toda la creación. Tal es el fundamento de la guematría, que asocia palabras diferentes y sus significados sobre la base de los respectivos valores numéricos. Así planteado, el procedimiento no parece diferir demasiado del que empleábamos en la escuela primaria para determinar si un amor era o no correspondido, a partir de las concordancias entre los nombres de los (presuntos) amantes. Para ello, bastaba con asignar valores a las letras siguiendo la regla más elemental (A = 1, B = 2, etc.) y luego sumar todo. A continuación, había que sumar las cifras del resultado, luego las cifras del nuevo resultado, una y otra vez, hasta llegar por fin a un número de una sola cifra. Por supuesto, si esta suerte de test amoroso fallaba, uno siempre se las podía ingeniar para hacer un poco de trampa: en vez de “María” –pongamos por caso– siempre podíamos intentar con “Maru”, agregar el segundo nombre o emplear toda clase de trucos hasta que la cosa por fin funcionara:

Sin contar la CH el resultado es 7, ¡ella me ama!

Para los talmudistas, en el fondo, se trataba también de una cuestión de amor; en su caso, por el texto. Aunque lo tomaban bastante más en serio y soportaban en la letra toda la función de la creación. A modo de ejemplo, basta recordar que, según la tradición, cada día de la creación se descubren tres letras. Ahora bien, el alfabeto consta de 22 letras y los días son 7; por ello, Dios deja de lado la primera letra: se trata de la célebre א (alef, que significa “buey”) que, después de Cantor, los matemáticos empleamos para denotar las (infinitas) clases de infinito. Sin embargo, se preguntan los estudiosos, ¿por qué dejar de lado la primera letra y no la última? La respuesta es simple: la suma de los valores numéricos de las letras, tomadas de tres en tres, siempre es el mismo. Si comenzamos con la primera letra, resulta:

1 + 2 + 3 = 6,
4 + 5 + 6 = 15,  1 + 5 = 6,
7 + 8 + 9 = 24,  2 + 4 = 6,
etc.

En cambio, si apartamos la primera letra para comenzar con la segunda, obtenemos:

2 + 3 + 4 = 9,
5 + 6 + 7 = 18,  1 + 8 = 9,
8 + 9 + 10 = 27, 2 + 7 = 9,
etc.

En el primer caso, el resultado final es 6; en el segundo, 9. Pero 6 es el valor numérico de sheker (mentira), mientras que 9 es el valor numérico de emet (verdad), de modo que la elección es clara: el texto sagrado debe contener verdades y no mentiras.2 Esta es apenas una de las múltiples explicaciones del notable hecho de que la narración bíblica comienza con la segunda letra del alfabeto hebreo: se trata de ב (beit), que significativamente quiere decir “casa”.

Lo anterior es un simple ejercicio, pero alcanza para mostrarnos que la escritura implica también un cálculo y entraña algunos riesgos. La creación se lleva a cabo a través de la palabra, pero exige grandes cuidados, pues cualquier mínima alteración –al decir de los cabalistas– es capaz de devastar el mundo. De esta forma, el lenguaje está dotado de un inmenso poder, tanto de crear como de destruir. Esto se expresa ya en las lecturas más elementales del Breshit (Génesis), cuando se hace notar la confusión entre dabar (palabra) y deber (peste). Otro notable ejemplo es el siguiente texto midráshico3:

Está escrito: “Escucha Israel, el Eterno es nuestro Dios, el Eterno es Uno”. Si transformas la letra ד (dalet) en ר (resh) devastas el mundo.

En este caso el juego de palabras (o, valga el lapsus, de pestes) no se apoya en el uso de las vocales sino en la grafía, más precisamente en la similitud visual entre ambas letras. Esto era todo un riesgo, especialmente en aquella época en que no existían los anteojos para la presbicia: tomar una letra por otra (o, mejor dicho, pasar de una letra a otra letra) convertiría la palabra Uno (Ejad) en Otro (Ajer). En definitiva, un error tan incauto lleva a la peor de las blasfemias, aunque de lo más provechosa para el psicoanálisis: Dios es Otro.

Como es sabido, Lacan anunció que son los no-incautos quienes yerran, quizás justamente cuando se trata de operar lógicamente: en definitiva, cualquier indagación profunda acerca del lenguaje concierne a la lógica. De esta última idea se apropia Lacan cuando dice que el inconsciente está estructurado como un lenguaje y aclara enseguida: La estructura es matemática. Y aquí volvemos a encontrar nuestro firme asidero pues, en la lengua hebrea, la estructura es en realidad muy sencilla: las palabras se organizan en familias que se derivan de una raíz consonántica común.4 Los tiempos y las conjugaciones, lejos de las complejidades del español, se reducen a unas pocas formas simples. ¿Qué es, entonces, lo que la transforma en lengua dura?

Llegado este punto, debemos decir que la experiencia de aprender matemática no es, en lo que a perplejidades respecta, muy diferente de la de aprender hebreo. No por casualidad, se trata de una de las llamadas “ciencias duras” aunque, bien mirada, tiene tan poco de dura como de ciencia.5 Y, al igual que el hebreo, se puede pensar que es primordial. No lo fue solamente para los pitagóricos, incapaces de pensar sin el Número, sino para toda la tradición platónica, llevada a su punto culminante por Galileo, que fue presa también, como los maestros talmudistas, de un afán: en su caso, de matematización. La filosofía, dijo el sabio de Pisa, se encuentra escrita en ese gran libro […] que es el universo. Ese libro está escrito en lenguaje matemático y los símbolos son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin cuya ayuda es imposible comprender una sola palabra de él y se anda perdido por un oscuro laberinto. Una tradición tal no podía arribar sino a una conclusión: debemos estudiar matemática.

Por supuesto, en esta tradición se inserta el propio Lacan, cuando afirma que no hay enseñanza más que matemática. A esta afirmación, ya de por sí temeraria, agrega algo más, para que no queden dudas: el resto es broma. Aunque cabe decir que “el gran libro” que interesa a Lacan no es el universo sino el inconsciente; por eso, aunque a muchos resulte una (mala) broma, todo parece indicar que los psicoanalistas, al menos los que se identifican como lacanianos, también deben estudiar matemática. Por tal motivo, si la de Lacan es, como muchos opinan, otra lengua dura, en buena medida se debe a su uso –un tanto heterodoxo– de la matemática.

Pero ¿qué es la matemática? Entre las muchas y diversas definiciones que existen, acaso la más apropiada en el presente contexto sea aquella que brindó el célebre (grupo) formalista conocido bajo el nombre de N. Bourbaki, que la describe simplemente como un lenguaje bien hecho. Y dado que este artículo se inscribe en torno al bellísimo film de Nurith Aviv, podemos completar, en este singular pasaje entre una lengua y otras, el panorama ofrecido por Bourbaki con una toma de posición respecto de lo que implica sumergirse en este mundo de “triángulos, círculos y otras figuras geométricas”: a lo hecho, pecho. Solo resta aclarar que Bourbaki no vería con tan buenos ojos la afirmación galileana, pues la matemática no debe pensarse como un fin para comprender el mundo sino, más bien, como fin en sí mismo. Lo cual, hilando varias de las anteriores connotaciones bíblicas, se puede resumir diciendo: para los matemáticos el lenguaje es nuestra casa. Y esto nos lleva a lo expresado al comienzo pues –como alguna vez se ha dicho– aprender un lenguaje es, ante todo, un acto de amor.

Notas

1 Tal como ocurre con el término inglés hard, la expresión se utiliza indistintamente en ambas acepciones. El texto bíblico, por ejemplo, habla de lev kashé cuando se refiere al corazón (lev) del Faraón, que Dios endurece para que no deje salir al pueblo judío de Egipto. Dicho sea de paso, Mitzraim (Egipto) significa también “limitaciones”, lo cual deja entrever en aquella salida –un tanto apurada y con el pan apenas comenzando a levar– una superación metafórica de las propias limitaciones. De acuerdo con lo que veremos, se podría decir que el mismo sentido metafórico puede encontrarse también en el quehacer matemático.

2 Cabe mencionar que esta propiedad se basa en el sistema decimal de escritura de los números, cuyo empleo en occidente recién se difundió en el siglo XIII, a partir las traducciones de los textos del sabio árabe Al-Kwharitzmi (de cuyo nombre se deriva la palabra algoritmo). El traductor también fue un personaje célebre, nada menos que Fibonacci quien, al toparse con un elemento llamado sifr, desconocido en la Europa medieval, decidió latinizar su nombre y transformarlo en zephirum, de donde surgió la denominación actual: cero. Claro que en este pasaje “de una lengua a otra lengua” quedó también un lugar para el término original, que significa vacío y se transformó en cifra. Esto nos permite concluir, de alguna forma, que en el desciframiento se conserva algo del vacío.

3 El Midrash consiste en una serie de libros que contienen historias e interpretaciones del texto bíblico. En muchos casos, se trata de una escritura imaginativa que completa el texto con elementos que no figuran en él de manera  explícita: por ejemplo, el episodio de Abraham destruyendo los ídolos de su padre Terah. El procedimiento se corresponde con la segunda de las formas de lectura propuestas por los sabios, llamada Drash, que a su vez proviene del verbo lidrosh: exigir (al texto). Las otras formas, cabe recordarlo, son Pshat (literal), Remez (alegórica) y Sod (secreto); las cuatro son importantes y juntas forman el vocablo PaRDéS, voz persa que significa jardín o prado, de donde se  deriva el término latín Paradiso.

4 Esta “simplicidad” del hebreo motivó al oftalmólogo Lázaro Zamenhof a incorporar el uso de las raíces consonánticas para formar familias de palabras en aquella lengua que estaba construyendo, al amparo del idealismo de fin de siglo XIX. Su creación, el esperanto, es la lengua artificial más hablada actualmente. Más allá de su estructura, su léxico no proviene del hebreo: se puede pensar como una extraña mezcla, pero no -como dice el tango- de Museta y de Mimí sino mayormente de voces latinas y germánicas.

5 Alguna vez se ha dicho que, en todo caso, más que “dura” se la puede calificar de “duradera”. La alusión al tiempo parece atinada, al menos en el sentido que le da el poema de Borges: El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río […] El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.