Las lenguas encantan y prometen. ¿Será que lo que no se puede decir en una, es posible en otra? Cada lengua se sostiene enteramente en la estructura del lenguaje, pero, por su empleo, surge una dimensión que escapa al lenguaje mismo.
Uno de los modos en que esta dimensión se hace presente, se percibe cuando los traductores reflexionan sobre su práctica. Un traductor se enfrenta a un texto escrito donde la lengua despliega su potencial y su función. Tiene que encontrar un modo de entrar al texto. Es por eso que Walter Benjamin1 señala en La tarea del traductor que, en el encuentro con el original, no se trata de lo que este comunica ni de lo que expresa, sino de su disposición interna a despertar una pregunta en quien lo lee, pregunta de la que depende su traducibilidad. No tanto que el texto la admita, sino que la pida. De este modo el original adviene con la traducción a una vida insospechada, por el hecho de que las lenguas, aun teniendo en cuenta las diferencias de las que proceden, no son extrañas entre sí, sino que se emparentan porque quieren decir. Para Benjamin el traductor es primero, un lector.
En esta línea, Delia Pasini2 considera que la traducción permite rescatar un texto, y al hacerlo, incurre invariablemente en su transformación. Toda traducción comporta una pérdida y una recuperación. Y para Enrique Pezzoni, la buena traducción reinventa las visiones del mundo que surgen del texto original, no las describe, ni las explica.
¿Qué puede haber en un texto, que pida? Es algo que está en la lengua pero no es la lengua.
La traducción como oficio implica por parte de quien la practica, privarse de decir otra cosa que el texto. La traducción transmite el trabajo que la lengua le da al autor, no transmite la lengua. Lo que se transmite en ese trabajo es el modo en que la lengua le faltó al autor. Esa falta es propia de cada lengua, es lo que se pierde y se recupera o se reinventa.
Esto el traductor solo lo puede hacer con su lengua, la que habla y habita.
Por eso, en palabras de Amalia Sato3, un traductor solo puede traducir a su propia lengua. Y, cuando hay traducción ya no hay dos lenguas, hay una sola.
El traductor no elige, el texto le impone. Las circunstancias no las genera la lengua, sino el texto. No se puede decir que la lengua lo abre, sino que lo abre quien lo traduce, ahí hay un sujeto, un “lector” que solo puede leer con la lengua en la que vive.
Un texto es escritura. La traducción traslada ese escrito de una lengua a otra.
Una traducción se sostiene cuando logra hacer equivaler de una lengua a otra la resonancia de la enunciación en el enunciado.
Aun el más fundamentado de los bilingüismos no le resuelve al hablante esa cierta dificultad con lo que dice. O dicho de otro modo, la afirmación de Lacan: “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, no hace de la lengua por sí misma, la vía regia para abrirlo. El inconsciente es efecto del hecho de que hablamos, pero la lengua lo repele.
Aquí difieren la tarea del traductor y la tarea del analizante.
En la relación del inconsciente con la lengua encontramos que “un significante no se representa a sí mismo”, que el significante no reclama un sujeto, sino que tiende a otro significante como a su realización. En la lengua el sujeto aparece adherido al significante, el significante se le impone y lo rechaza.4 Y, si “un significante representa un sujeto para otro significante”, quiere decir que lo puede representar, pero no lo garantiza. Es por eso que en psicoanálisis decimos que un sujeto es efecto de lo que se escucha en lo que se dice, por su empleo. Por el empleo se denuncian un cuerpo y un deseo, con la lengua, pero en otra dimensión
¿Cuál es la relación del hablante con su lengua, en el punto en que por ella se entera que hay un saber que lo implica y no lo sabía? De amor odio, puede decirse, porque la lengua le hace pesar eso que ella no alcanza.
Esa dimensión no la aporta otra lengua, ni el más fundamentado de los bilingüismos. El bilingüismo extiende la lengua, siempre con el mismo truco, el mismo vacío de representación. Solo se sueña en la lengua en la que se habla.
Es Freud mismo el que utiliza la palabra traducir muchas veces cuando se refiere al modo en que la lengua trabaja en un sueño. En los sueños, las representaciones se desplazan, se condensan, se transforman en lo contrario.
No traducen una lengua, sustraen la pulsión. Es en este punto donde se vuelve necesario abrir la lengua, y hacerla resonar por fuera de su intención, ya que Freud al utilizar la palabra übersetzen, es decir traducir, dice, al mismo tiempo, transponer, poner algo por encima. Donde retorna una falta, una pérdida, una pregunta, una invención. Un sentido que duerme en la lengua, pero que el hablante de esa lengua solo sabe sin saberlo. Cuando se hace funcionar esa palabra desde otra lengua, ya no se trata de traducir sino de descifrar.
La traducción ajusta el sentido. El análisis encuentra el no sentido. El análisis abre, no traduce.
La lengua se especializa en esconder el inconsciente.

Notas
1 Benjamin Walter, Die Aufgabe des Übersetzers, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main,1977
2 Pasini Delia (1974 – 2018) El arte de traducir. Revista Criterio N° 2236. 1999. Traductora de W. Shakespeare y de Lewis Carrol.
3 Sato Amalia, traducciones: Sei Shonagon, El Libro de la Almohada; Mori Ogai, En Construcción; Natsume Soseki, Kusamakura (Almohada de hierbas); Haroldo de Campos, Yugen, Brasil Transamericano, Del arco iris blanco; Clarice Lispector, Revelación de un mundo; entre otros.
4 J. Lacan Seminario La identificación, clase 24, inédito