Por Helga Fernández
Un amigo, una tarde, me dijo que cada lector es dueño de una técnica a la hora de leer, lo sepa o no. Él lee todo como si fuera literatura. Acaso, ¿en la Biblia no encontrás poesía, saga y narración?, me preguntó una vez para tratar de explicarme en qué se sustenta su técnica. Bajo sus argumentos, releí “Memorias de un neurópata” de Daniel Paul Schreber.
Antes de emprender semejante cometido tuve que hacer un esfuerzo por dejar, lo más al margen posible, al Schreber de Freud y al Schreber de Lacan. Sabiendo que no era tarea sencilla, decidí empezar leyendo otras obras. Obras en la que no estuviera en duda el carácter literario de las mismas. Obras en la que su protagonista, coincida o no con el hombre que escribió, relatara su experiencia con la locura y el desarreglo de los sentidos. Empecé por una Una tempora en el infierno, de Rimbaud, seguí con La edad del hombre, de Leireis, después con Exégesis de Philip Dick y terminé con la Aurélia de Gautier de Nerval. Lo que pretendía era encontrar el clima, el tono o el color conveniente para poder leer las Memorias como un libro más de esta serie, sin el prejuicio de que fue escrito por un paciente psiquiátrico que, desde su intensión, quería mostrarle al mundo que no estaba loco para obtener, por parte del Tribunal, el levantamiento de la tutela.
Mannoni en La Otra escena, en consonancia con mi prestada técnica de lectora, se pregunta por qué la obra de Schreber no forma parte del acervo de la literatura. Responde que no se incluye en la misma por su estilo o, más precisamente, a causa del género, que hacen de este libro algo semejante a un informe psiquiátrico o a un documento técnico, alejándolo -según él- de todo cariz literario. Sin embargo, el estilo o el género no bastan para excluir del cuerpo de la literatura a ninguna obra y, por ende, tampoco a las Memorias. Las normas de validación de lo literario penden de un hilo. Más todavía, es posible definir la literatura como todo aquello que no encuentra definición, porque su esencia nunca está, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo. Quien afirma a la literatura, no afirma nada; quien la busca, sólo busca lo que se escapa. Por eso, finalmente, cada buen libro , persigue la no-literatura como lo que quiere y quisiera alcanzar, sabiendo, de antemano, que es imposible. -Esto, claro está, también me lo enseñó mi amigo.-
Y, qué otra cosa hace Schreber que tratar de decir lo que antes de escribir le resultaba indecible mostrando y dejando ver el pasaje desde el «agujero negro» hacia el ras de lo articulable. Su obra podría ser considerada como una pregunta sobre el sentido en la que el narrador, a lo largo de su recorrido, trata de leer los signos que pueblan su vida. Así, a partir de sus experiencias y alucinaciones, plantea hipótesis, las corrige o descarta, incorpora nuevas reflexiones y se rinde ante evidencias, por lo que modifica suposiciones que parecían inamovibles. Todo el libro se asienta en una frase, «El alma humana está contenida en los nervios del cuerpo», que se expande en elaboraciones sucesivas, apoyadas en referencias eruditas, elaboradas con la convicción de un teólogo, un acopiador de mitos o un novelista antiguo, de los que creían en la verosimilitud de las representaciones. La hazaña es notable.
Incluso, suspendiendo la discusión de si las Memorias son o no son literatura, es innegable que Schreber juega el juego del escritor o termina siendo jugado por él. O acaso ¿alguien puede poner en duda que enhebra, a través de la arquitectura del texto, una subjetividad que esta construcción, a su vez, toma como material para la creación de las condiciones de su surgimiento? Daniel Paul Schreber, un profesional intachable, de sólida ética prusiana, un día se encontró imaginando «qué bello sería ser una mujer en el momento del coito» y, vaya a saber por qué solución de continuidad, empezó a escribir. Primero lo hizo en notas sueltas, dispersas, disgregadas, hasta que el Doctor Weber le concedió el uso de un Gran cuaderno de tela negra. Así fue que Schreber se tranformó en Schreiber y llegó a cojer1 con el mismísimo Dios. Lo que me lleva, aunque más no sea a preguntar, si la lógica de la secuencia narrativa de su texto -que va de la repugnancia en la adopción de la posición femenina en el momento del coito hacia ser la mujer de Dios- no es correlativa del dejarse hacer escritor por la escritura. Sus hijos, la nueva raza de Schreber, ¿serán, entonces, las múltiples lecturas nacidas a partir de la lectura de sus Memorias?
No me importa la discusión ideológica y/o purista de si lo que Schreber escribió es o no literatura, como analista que lee, me importa que Schreber escribiendo escribió al escritor y al lector. Al escritor que fue y que es cada vez que lo leemos y, correlativamente, al lector porque antes de que alguien ocupara de hecho ese puesto, su escritura construye un lugar para que, quien pueda y quiera, lo habite.
Schreber escribe en su proceso de escritura un Él, que no es ni un tú ni un yo, ni un ellos ni un nosotros. Escribe una tercera persona, una otra voz, la del que escribe2. Una voz que le otorga la posibilidad de que esas voces, que le hablan y no sabe qué le dice, sean escuchadas por “él mismo” y por otros3. Y, así, como cualquier escritor que se precie de tal, Schreber desprendido del mundo y, entonces, de su palabra que se le fuga y deshace como su yo, decide hacerle frente al silencio o al caos ruidoso y ensordecedor, y tartamudea y trata de inventar un orden simbólico en el que poder existir, y él mismo es quien se inventa y da el salto mortal y renace y es otro.
- Si bien la RAE no le da existencia a esta palabra, la autora decide escribirla así.
- Apoyandóse, en este caso, en la del narrador, aunque hago uso de la primera persona del singular.
- En este sentido, me parece digno mencionar que Screber, justamente en el último capítulo de sus Memorias se hace preguntas sobre “él mismo”, escribe una consideración acerca del pronombre “Áquel” y, por primera vez, hace referencia a un “en nombre propio”, a partir del cual estaría en condiciones de emitir una tesis.
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